
Por nueve días y nueve noches ardió el fuego. Tuvieron que ser muy cuidadosos de que no se apagara y también de que el guardia del sitio no los viera. Por eso fue que caminaron tanto, para alejarse de los lugares frecuentados por turistas y lugareños, adentrándose en zonas aún inexploradas por los arqueólogos. Escondida entre la vegetación encontraron los restos de una pared de piedra, lo suficientemente alta para ocultarlos. Se sentaron junto a ella, sobre un lecho suave de hojas muertas, y ahí se quedaron alimentando al pequeño fuego.
Hernán y Marcos eran aún muy niños cuando de boca de los mayores escucharon la leyenda de los chaneques o duendes del bosque; que en otras partes del país se les conocía como “aluxes”. Algunos eran buenos con la gente, cuidaban las milpas de cualquier daño, sin embargo, otros eran traviesos o malvados y perdían a la gente desapareciéndolos, especialmente a los niños pequeños. También les gustaba esconder las pertenencias de las personas y en algunos casos extremos cambiar la forma humana por alguna otra, ya fuera animal, vegetal o mineral. El tono con el que hablaban los ancianos de estos personajes denotaba miedo y respeto. Alguien contó que a veces estos seres permanecían dormidos y se requería de un ritual especial para despertarlos; se pensaba que pagaban con favores inmensos a quien hiciera esto por ellos. Desde el día que habían escuchado aquella historia Hernán y Marcos jugaban siempre a que despertaban a los chaneques y así se hicieron hombres.
El fuego ardía sobre un pedazo de barro moldeado por manos antiguas cientos de años atrás. Se turnaron para dormir y casi no sintieron hambre, lo atribuyeron a la magia que estaban realizando. Por fin el lapso de tiempo se cumplió y pudieron apagar aquel fuego que había vivido exactamente nueve días con sus noches; en la última, a Hernán le entró miedo e inició el camino de regreso al pueblo escuchando de lejos las burlas de Marcos.
Conforme la noche avanzaba, cayó en un sueño profundo, y cuando despertó sintió un latigazo de hielo en la espalda. Frente a él estaba un ser con cuerpo de niño y cara de anciano que lo miraba fijamente. ¡La magia había funcionado! El duende sonreía burlón. Marcos se sintió extraño y tardó un poco en darse cuenta de que ya no era más un ser humano, sino un perro. Trató de gritar y de su garganta solo salió un lastimero aullido. Corrió despavorido mientras el duende reía a carcajadas.
El perro Marcos fue adoptado por un hombre que lo alimentó y lo cuidó. Siempre le intrigaría la mirada tan inteligente que tenía el animal, parecía como si quisiera decir algo. Pasaba los días a la entrada de la zona arqueológica, y la gente se sorprendía al ver a aquel perro que subía y bajaba por las ruinas con habilidad y conocimiento, pues guiaba a los que se retrasaban y se aseguraba de que no se quedara nadie fuera de la hora permitida. Parecía especialmente contento cuando al caer la noche su amo lo encerraba en casa, a salvo y seguro de las travesuras de los chaneques.
*Inspirado en las ruinas de Toluquilla, en el estado de Querétaro, México.
Blog de Ana Piera: Píldoras para soñar.
¡Muchas gracias!
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