
Para los malos momentos todos tenemos en la oficina una grabación oculta en los dispositivos de nuestros bolsos o bolsillos. Alguien puede acusar el silencio, como el calor o el frío cuando se abre o cierra una ventana, pero entonces ahí está nuestra determinación de rasgarlo, de agujerearlo más bien, dejando sonar nuestras grabaciones. Hay quien pregunta por la mañana o por un primer ministro. Hay quien se duele del frío o del calor (acaso recordando esa ventana que no termina de cerrarse o de abrirse) o de las camisas de cuello romo.
La voz, gracias a la calidad electrónica y la discreción mecánica, apenas se distingue de la natural. Cada cual aprieta su botón y la onda sonora fluye, simulando no solo la guturalidad o lo nasal, sino también la ilusión, la briega, el descontento, la ruina.
Si un saludo es impostado o verdadero apenas se adivina: hay entonaciones distintas para una misma frase y diversas frases con una misma entonación, según se quiera apostar por la ruptura o la rutina. Las grabaciones casi tienen el atributo de lo infinito: nadie hay en toda la oficina que haya agotado sus minutos de conversación.
Hay veces que, en la monotonía o en el desánimo, alguien habla del pulpo o las matemáticas; otras quien interroga al común por Dios o por su ausencia, aprovechando el incidente en un paso de peatones o un décimo premiado.
A lo peor hay o habrá alguien que lo nombre, que se refiera al silencio.