RELOJ by Brian Martin-Onraët

Reloj detén tu camino

Haz esta noche perpetua
Para que nunca se vaya de mí
Para que nunca amanezca

Roberto Cantoral

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Todo empezó con un reloj… Muy parecido a éste. Era un Tissot, que tenía desde hace muchos años y que nunca me había fallado. De vez en cuando, le cambiaba la pila, la correa. Muy noble el relojito… Hasta que un día, me di cuenta de que estaba parado. Le pedí su hora a un compañero. Eran las dos, más o menos. Y me tocaba una tarde de locos, para variar: comida a las dos y media, junta importantísima a las cuatro, (muy apretado), miles de pendientes en la oficina, cena con mis suegros a las nueve…

            No podía vivir sin reloj. El tiempo, en aquel entonces, era mi recurso más precioso. ¡Y siempre buscaba llenarlo, hasta reventar! ¡Bueno, en realidad, mi tiempo se llenaba sólo o me lo atascaban! Nunca me alcanzaban los minutos, los segundos. Normalmente, llegaba tarde a todo, por tratar de hacer siempre más de lo que se podía.

            Busqué un relojero cerca de la oficina. Me acordaba que había uno a una cuadra. Cuando llegué, estaban a punto de cerrar para la comida. Entré con tanta cara de prisa que el señor de la tienda quitó el aviso de “cerrado hasta las…” que apenas había colocado en la puerta.

            La tienda me daba como desconfianza: le faltaba barrer, hubiera podido usar varias manos de pintura, ¿y los relojes! ¡El modelo más reciente que tenía en exhibición le hubiera encantado a mi papá cuando estaba en Prepa! Pero… todos los veinticuatro relojes colgados en la pared marcaban exactamente la misma hora. Igual el relojero era mejor con los relojes que con el aseo. De todas maneras, yo no tenía opción. Me dirigí hacía el relojero:

—Buenas tardes, Señor. ¿Puede ver mi reloj? Creo que se le acabó la pila.

El relojero extendió la mano, y me contestó:

—Buenas tardes. Déjeme ver.

Se parecía al “Papá” de Pinocho. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah! ¡Sí! Gepetto. Tendría unos setenta-ochenta años, un bigote blanco, un bisoñé ligeramente chueco, lentes cuadrados en la punta de la nariz… Gepetto pintado. Sólo le faltaba un delantal de cuero para que yo empezará a buscar títeres en la tienda.

Miró el reloj. Lo sacudió. Se fue al mostrador, para buscar unas herramientas. Abrió el reloj. No decía nada, pero estaba como silbando entre dientes, ¡lo que me ponía los nervios de punta! Yo veía la hora multiplicada por veinticuatro (veinticuatro. Los conté. Cuatro hileras de seis) en los relojes de la pared: ¡dos y veinticinco!  ¡Mi comida!

—¿Qué pasó, Señor? ¿Le puede cambiar la pila?

Dejó de silbar, y me miró, por arriba de los lentes:

—No. No es la pila.

—¿Entonces?

—Es el mecanismo. Ve esta ruedita?

Yo veía muchas rueditas y piñones, y piezas, y demás, pero no era relojero. Él seguía:

—No hay ningún problema. Se lo tengo para el Lunes.

—¡Para el Lunes! ¡No puede ser! ¿Es que no entiende? ¡Lo necesito ahora! ¡Tengo el día lleno, muy apretado, y sin reloj, no la hago!

Empecé a contarle de mi comida, de mi junta, de mis pendientes, de mis suegros. Me miraba de una manera tan concentrada, tan atenta, a pesar de todas las estupideces que yo decía, que me dio pena, y me callé, desesperado. Me preguntó:

—¿Y siempre ha sido así? ¿Tan apresurado por el tiempo?

Iba empezar a contestarle que desde que tuve mi primer reloj, a los doce años, había estado corriendo, pero… ¿Qué le importaba? Eran las dos y treinta y dos (multiplicado por veinticuatro relojes en la maldita pared). Le dije:

—Pues, más o menos… La verdad es que lo necesito. No puedo vivir sin saber la hora.

(Eran los tiempos benditos antes de los celulares.)

— Daría cualquier cosa?

Pensé que el viejito me iba a pedir una “lana” extra, aprovechándose de mi prisa, y dije:

—Sí. Cualquier cosa. ¿Cuándo me lo tiene?

Suspiró. Se quedó callado unos segundos eternos, mirando a la pared con sus veinticuatro relojes: ¡cuarto para las tres! Como un hombre que acaba de tomar una decisión difícil, suspiró otra vez, y me dijo:

—Bueno… Si de verás es más importante que cualquier otra cosa…

—¡Sí! ¡Créame! ¿Para cuándo?

—A las cuatro y quince. Pero…

—¿Pero?

—Todo tiene un costo.

—No importa. ¿Cuánto va costar?

—¿En dinero?

—¡Pues, sí! ¡En dinero! ¿Qué más?

—El dinero es lo de menos. Son cincuenta pesos. Pero, tiene que saber…

Ya no escuchaba al viejito. Cincuenta pesos. Estaba regalado. Salí corriendo sin oír sus peros. Para no llegar demasiado tarde a mi comida.

3

Llegué tarde. A la comida y luego a la tienda también: faltaban diez minutos para las cinco. ¿Mi junta! ¡Sin reloj, simplemente no podía! El viejito me estaba esperando:

—Aquí está su reloj, Señor. Me costó más trabajo de lo esperado, y más tiempo, verdad, pero creo que le va a gustar.

—Gracias. ¿Cuánto le debo?

—Son cincuenta Pesos, Señor. Pero…

—¿Qué? ¿Está mal, o qué?

—No. No… Está perfecto, pero tuve que cambiarle varias piezas, y le agregué una función especial. De paso. Mire: Si en vez de jalar la perrillita, para cambiar la hora o la fecha, la apachurra…

—¡Sí! ¿Qué pasa? ¡Perdón, es que tengo prisa!

—Yo lo sé, Señor… Por eso. Si oprima el botoncito, su reloj le va rendir más.

—Bueno, Gracias. Luego me cuenta. Adiós.

Este relojero ya no se me parecía tanto a Gepetto. Se veía como preocupado, o resignado. Me alcanzó a gritar, cuando salía por la puerta:

—¡Pero, cuidado, Señor! No abuse del…

5

Me fui a mi junta, a mis pendientes, a mi cena con los suegros, que llegué a las once, y me chancleó mi mujer… Y me olvidé del botoncito. Hasta el mes siguiente, que al cambiar la fecha, me acordé. Me ganó la curiosidad, y oprimí la perillita.

            No pasó nada. Iba jalarlo otra vez, cuando me entró una llamada de un cliente. Me tardé veinte minutos en calmarlo, y cuando colgué, miré el reloj, que había dejado en mi mesa: ¡Traía la misma hora! Bueno, uno o dos minutos más quizá, la mano de los segundos apenas si avanzaba. Jalé, y empezó a moverse la mano de los segundos. ¡Si eso quería decir el viejito con su “rendimiento”! Nada más se paraba el reloj. Lo adelanté unos veinte minutos. Siempre traía mi reloj adelantado unos veinte minutos para no llegar tarde. Y me seguí con mis pendientes. Tenía una junta a la una. Llegué a la una y media (casi las dos según mi reloj)…

            ¡Y no había nadie! Llegaron, todos, cinco minutos después, con cara de asombro:

—¿Y tú? ¿Qué haces aquí? ¿Tan temprano? ¡Nunca te he visto llegar tan puntual!

—Es que… Propósitos de Año Nuevo… Ya sabes…

—¿Año Nuevo? Estamos en Febrero.

—Bueno. Ya sabes. Siempre me cuelgo.

Discretamente, traté de ver la hora de alguien:  ¡la una y cinco! No era posible. Había perdido o ganado veinticinco minutos en el transcurso de la mañana. ¿Cuándo? ¿A qué horas? Estaba seguro que la llamada del cliente había durado más de veinte minutos. Estaba mirando mi reloj como sonso, cuando mi jefe me dijo:

—¿Qué pasa con tu reloj? ¿Ya podemos empezar?

7

Terminada la junta, me fui a mi oficina. Cerré la puerta, lo que nunca hago, Y empecé a investigar el reloj. Se veía normal, igual que antes. Presioné el botoncito de las fechas… Y el reloj se detuvo. Bueno, casi. Con mucha paciencia, uno podía ver moverse la mano de los segundos. Pero a una velocidad ínfima. De caracol. Lo dejé así y me puse a revisar pendientes. Una hora después, según mis cálculos, salí a pedirle la hora a mi secretaria. No sé como mantuve las apariencias: ¡sólo habían transcurrido cinco minutos! Murmuré unas gracias, y jale el botoncito otra vez, en el camino a mi oficina. ¡No podía ser!

            Dejé el reloj en paz y me dediqué a mis benditos pendientes. En la noche, en mi casa, cuando todos estaban dormidos, me puse a leer un reporte urgente para el siguiente día, y volví a apachurrar el botoncito. Leí el reporte de un tiro. ¿En una hora? Mi reloj apenas había avanzado. ¡Marcaba la misma hora que el despertador!

11

En los días siguientes, me puse a experimentar con mi reloj “mejorado”. Pensé varias veces en ir a ver a “Gepetto”, y no lo hice. O no tenía tiempo (buena excusa) o no quería hacerme el ridículo. Probé el reloj sólo, acompañado, trabajando, manejando, cenando, haciendo el amor, y nunca entendí como funcionaba. Si estaba solo, con otro reloj al lado, los dos marcaban igual. Si estaba acompañado, el reloj “atrapaba” a mis acompañantes. Por lo que tenía que manejar estas situaciones con mucho cuidado, para que nadie se diera cuenta. El reloj parecía tener un alcance de cinco a diez metros. No era muy constante.

            Pensé en llevarlo a otro relojero para que lo abriera, pero me dio miedo que lo descompusieran. Entonces, acepté el regalo sorpresa y me dediqué a manejar, a dominar el Tiempo. Sentía como una especie de reivindicación, una dulce venganza contra el Tiempo que siempre me había tambaleado y correteado. ¡Ya, por fin, yo tenía control!

            Al principio, lo usaba poco, en emergencias, cuando se me atoraba algo. Para expeditar mis famosos pendientes. ¡Preparar mis juntas como nadie! ¡Obviamente, más hacía, ante la mirada asombrada de mis jefes, más me cargaban de chamba! No importaba. ¡Un apretón y ya!

            Luego, ya dominado el tiempo laboral, ataqué el tiempo libre. A jugar tenis en el día, ir al cine a cualquier hora, divirtiéndome de las expresiones de las otras personas que sacudían su reloj, incrédulos. Iba a comer con amigos cuatro horas con apretoncitos controlados, y sólo duraba unos diez, quince  minutos. Las fiestas se volvían verdaderamente eternas, siempre y cuando yo cuidara el reloj, ganando un poco de tiempo a la vez, no más. Mi mujer se largó. Tomé un amante, y luego otra, y otra, antes de que empezaran a notar cosas raras en el tiempo. Manejaba todo: el tiempo, mío y de algunos más a mi alrededor.

            Al principio, pensé que me iba a cansar más: Ciertos días duraban cuarenta y ocho horas en tiempo estimado. ¡Pero, curiosamente, no sentía ni ganas de dormir! Y después de algunas semanas, multiplicaba mi tiempo diario por dos, tres cuatro veces.

                                                           13

La primera señal de que algo andaba mal fue una comezón en la nariz. Cuando me miré al espejo, vi que se me habían crecido mucho los pelos en la nariz. No le di mayor importancia, me los corté y ya. ¡Pero después empezaron a crecer y a crecer tanto que los tenía que cortar casi a diario! Me acordé de mi papá, que cuando yo era chico, tenía un aparato extraño para cortarse los pelos en la nariz. Y luego, ya de muy grande, se tenía que rasurar las orejas de vez en cuando.

            También, me empezaron a salir pelitos en las orejas, pero no le tuve cuidado, hasta un día, en vacaciones, que me quise dejar crecer la barba, y me di cuenta que estaba toda blanca. Ni siquiera canosa. ¡Blanca! Afortunadamente, no se me había caído el pelo, pero me estaban saliendo canas a diario. Un mes después, tenía el pelo totalmente cano.

            Fui a ver un médico, que no encontró nada. Sólo me preguntó mi edad, y cuando le contesté, primero no dijo nada. Empezó a escribir como loco en el informe, lo que me puso nervioso. Finalmente, me dijo:

—Pues,  todos sus análisis se ven normales… Quizá esté un poco cansado, estresado, porque algunos detalles apuntan a una mayor edad.

Agitó la mano como para quitar del aire sus últimas palabras, y me dijo: le voy a recetar algo para dormir y nos vemos… El 20. Le parece?

17

Quince días después, me sentía con veinte años más. Me costaba trabajo subir las escaleras. Me dormía a la hora de la comida. Cuando llegué al consultorio, el Doctor no me reconoció. Cuando vio mi expediente, se asombró.

—¿Qué le pasó, Señor? A ver, déjeme que lo revise.

Me examinó, me tomó la presión, me miró los dientes, el fondo del ojo (yo ya necesitaba lentes para leer), y me dijo:

—¡Señor, está en excelente condición para un hombre de… sesenta años! ¿Pero me dice que tiene treinta y dos?

—Pues, sí. Ni más ni menos. ¿Qué tengo?

—Pues, nada. Hay una enfermedad genética, donde los afectados envejecen demasiado rápido, pero, eso se declara al nacer, y rara vez viven después de los veinte, veinticinco años. Y… nunca he oído hablar de un sólo caso que se haya declarado en un adulto… Parece…

—¿Parece?

—Es cómo si hubiera vivido al doble cada hora de su vida.

Con esto entendí. ¡El maldito reloj! ¡Y para variar, para no perder demasiado tiempo en la sala de espera, había apretado el botoncito! Lo jale y salí corriendo a buscar el relojero.

19

Los veinticuatro relojes en la pared marcaban rigurosamente la misma hora: tres horas y veintidós minutos. El relojero tenía un reloj en la mano, y está hablando con un cliente. Me miró, y con los ojos me hizo sentar en una silla en frente del mostrador. Cuando se fue el cliente, el relojero me explicó todo.

Entonces, joven, eso es lo que pasó. Con el Tiempo, no hay vuelta atrás. No hay remedio. Sólo hay que cuidar la hora. Dejé todo. Me quedé a ayudar en la relojería. A aprender el oficio. Así que cuando se murió “Gepetto”, tomé la relojería. Y me gusta. Ya soy casi tan bueno como “Gepetto”.

Ahora, Ud. viene a pedirme que arregle su reloj para las cuatro y media, que tiene una emergencia. Lo puedo hacer. Pero voy a tener que apretar tantitito el botoncito de mi reloj, para ganar tiempo, y de paso, voy a tener que cambiar su reloj un poquitín. ¿Está seguro que eso es lo que quiere?

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4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Scarlet Cabrera dice:

    Todo comienza y termina con el tiempo; bueno, en realidad, somos nosotros. El tiempo se burla de nuestra premura.
    Excelente viaje hacia el sí mismo.

    Le gusta a 1 persona

  2. equinoxio21 dice:

    Gracias Scarlet. Y como siempre me encantan tus imágenes… 🙏🏻

    Le gusta a 1 persona

    1. Scarlet Cabrera dice:

      Hola. Gracias…

      Le gusta a 1 persona

  3. equinoxio21 dice:

    Y efectivamente, el Tiempo se burla de nosotros. Es exactamente eso… 👍🏻
    (Y ahora, a traducirlo al Inglés. Jaja!)

    Le gusta a 1 persona

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