SERIE LAS ISLAS/Archipiélago, 28: Isla Mann by Félix Molina

…y comprendió entonces que llegar por tierra a Venecia, bajando en la estación, era como entrar a un palacio por la escalera de servicio.

THOMAS MANN – VISCONTI – GUSTAV MAHLER

Se entraba en la isla por un vaporcito que sorteaba las barcazas y los puentes. Cualquier observador medianamente perspicaz se daba cuenta de que aquella playa que dominaba la isla era el mismísimo Lido y que el viajero que descendía por las escalinatas y se perdía por calles llenas de puestos con limones e higos había ingresado en Venecia.

Por algún rincón, con sombrero de paja blanca y traje occidental, aguardaba Thomas Mann, que tenía que sortear las calles pares para no tropezarse con Luchino Visconti, pero que buscaba las impares para dar con Gustav Mahler, entretenido en hallar paralelos sonoros a las góndolas.

Por todo el aire veneciano se escuchaba una musiquilla lánguida pero hermosa. Y los palacetes se llenaban con el aire denso de una fotografía mortecina, que invitaba a todo y a todos (hasta a los más fiesteros) a la agonía y la decadencia.

¿Se preparaba Mann, el menor de los hermanos novelistas, para una muerte más después de la muerte, metamorfoseado en su protagonista Aschenbach, mientras el betún le chorreaba por la frente, bajo el sombrero de paja blanca, mientras el sol le hacía languidecer en una hamaca?

Casi, pero en el último instante una lancha lo rescata de la playa del Lido. La conduce un joven pálido, Hans Castorp, con una maleta llena de placas pulmonares muy sucias. La tisis lo espolea, y pronto son un punto lejano en el horizonte serenísimo.

–¿A dónde le llevo, Thomas?

–A la montaña, siempre a la montaña…