
1
‑ ¡Mario! ¡Ven! Mira eso.
Mario volteó la cabeza: Elena tenía un amate en la mano. Mario se acercó a tocarle la espalda. Apoyó la barbilla en su hombro. Elena le enseñó un amate, pintado de colores frescos. Mario había visto muchos, de calidad variable. Se vendían muy bien a los turistas. Decían que la producción anual de amates era mucho mayor que lo que los arboles podían abastecer.
Este amate era distinto. Representaba un tema poco común: una boda. En el primer plano, trabajaban campesinos en los campos. Dos bueyes jalaban un arado al lado de un riachuelo lleno de peces. En el centro del amate caminaba la boda, la novia de blanco, los hombres de sombrero ancho, de charro. Mariachis tocaban. Al fondo, dominando el escenario, estaba Santa Prisca, la iglesia de piedra rosada.
La boda tenía un aspecto irreal, generaba un sentimiento de angustia, por los colores más oscuros que de costumbre, la textura del amate, el cielo amenazador. Mario se sintió incomodo.
Miró a su alrededor. Estaban en Taxco, un fin de semana de Marzo, uno de los mejores momentos del año, lejos de la contaminación de la ciudad de México. El y sus amigos se encontraban en una plazuela abajo de la Plaza principal de Taxco. Arriba, estaba la tienda de unos de los joyeros más famosos de México, con sucursal en la Zona Rosa, ambos lugares llenos de verdaderas obras de arte en plata y cerámica. Había una fuente que no funcionaba, donde se instalaban siempre unos Indígenas. Los que pintaban los amates. Nunca se acordaba si eran Otomís o Nahuas, o de otro grupo.
En la banqueta, miles de amates vestían la fuente de faldas coloridas Las mujeres eran las que pintaban. Había cuatro, con dos niñas de unos diez años, y un sólo hombre. Las mujeres usaban vestidos rosados, azules, de cuadros, con muchos volantes, delantales. Llevaban el cabello largo, negro, amarrado en dos trenzas, reunidas en la punta por un hilo de estambre colorido.
Mario fijó su atención en una de las mujeres, sentada en el piso, terminando un amate sobre las rodillas. Dos pájaros azules, de inmensas plumas estilizadas, se enfrentaban. Estaban casi acabados. Sólo faltaban dos plumas larguísimas. Mario miraba fascinado. La mujer usaba un pincel minúsculo, tan fino como para pintarse los ojos. Metía el pincel en frasquitos de pintura, azul, roja, sin mirar. Trazaba una pluma de un solo trazo. Era zurda. Mario preguntó:
‑ ¿Qué precio tiene éste, él de los pájaros?
Ella levantó la cabeza, por primera vez. Era joven. Dieciocho, veinte años. Tenía el cabello negro, negro, con reflejos azules, el rostro ovalado, la piel dorada. Los ojos oblicuos, de obsidiana, lo miraron. Muy guapa. De repente, Mario la vio en otro lugar: en una pieza oscura, con el cabello suelto, vestida de blanco.
Ella sonrió. Dijo algo en Otomí, Nahuatl, que Mario no entendió. Se acercó otra mujer, grande, toda arrugada. ¿La abuela?
‑ Son mil pesos, Joven. Muy bonito. ¿Lo va llevar?
La zurda había bajado la cabeza otra vez. Terminaba el amate. Mario sacudió la cabeza. El encanto estaba roto.
‑ ¡Quinientos! Y me lo llevo.
Los amigos de Mario se acercaban. Elena había comprado «la boda». Mario pagó la abuela, y se llevó su amate de pájaros, agitándolo con cuidado para que se secará la pintura.
2
Era noche de fiesta en Taxco. El grupo había conseguido unas mesas en un restaurante en la esquina del Zócalo, frente a Santa Prisca. El restaurante estaba en el primer piso, abierto a la noche tibia de Taxco. En el Zócalo, paseaban los turistas en shorts, cuidando sus quemaduras de sol con camisetas frescas. Los novios del pueblo se escondían entre los arboles, regalándose besos apasionados, lejos de los padres. Se quedaban horas abrazados, las manos apretadas. Era más seguro para las novias. Así evitaban manos vagabundas.
Mario disfrutaba la noche, el aire leve que soplaba le traía pedazos de conversación desde abajo. Santa Prisca lucía hasta más bella de noche que de día. Iluminada desde el Zócalo, tomaba un color dorado. Resaltaban los detalles de la fachada, las dos torres con sus campanas. Sus amigos disfrutaban el trago: vampiros, cubas, tequilas, bloody marys, campechanas, micheladas, clamatos… Claudio, como siempre contaba un chiste pelado. Elena disfrutaba su clamato. Pepe conocía el chiste y ya se reía. Luz acariciaba la nuca de Fernando con una mano. Mario no veía la otra mano de Luz. Pero Fernando parecía contento.
Mario se volteó hacía el Zócalo. Tres jóvenes se habían subido a una de las torres. Dos «niños» y una «niña». A ver quien de los dos era más atrevido para conquistar a la “niña”. Las luces del Zócalo los iluminaban como de día. Trataban de sonar las enormes campanas. Abajo, los muchachos del pueblo demostraban su valor, corriendo por la plaza, cargando un torito lleno de cohetes y de pólvora. El truco era correr por toda la plaza espantando a la gente que se escondía de la pólvora y de los cohetes en las puertas o en las arcadas.
‑ ¡Mario! ¿Dónde estas?
Elena le tocaba la mano. Los ojos alegres. Un mechón de pelo castaño oscuro le caía en la cara.
‑ Aquí. Disfrutando la noche.
‑ ¿En que pensabas? Estabas muy lejos…
‑ Pensaba en los amates. Que increíble la técnica de esas indígenas, ¿no? En un solo trazo. ¡Qué manos!
Claudio abría la boca, cuando Pepe lo paró:
‑ ¡Claudio, ni nos digas lo que pueden hacer con esas manos!
Claudio cerró la boca. Y la volvió a abrir:
‑ Conocen el chiste de…
Mario dejó de escuchar. Elena apoyaba la cabeza en su hombro. Todo bien. Paz en Taxco. Mario pensaba en los ojos de la mujer de los amates.
*
Al otro día, después de una noche salvaje, en que se habían tirado a la alberca, a las cuatro de la mañana, más o menos vestidos, más o menos voluntarios, fueron al Zócalo otra vez, para las últimas compras. Elena quería un conjunto de plata: collar, aretes, pulsera. Mario la seguía de una tienda a otra, veía las chispas en sus ojos cuando probaba las joyas. La plata resaltaba bien en su piel.
Bajaron a la plazuela donde habían comprado los amates. Ahí estaban las pintoras. Pero la zurda no. Mario se acercó a los amates. Preguntó a la abuela donde estaba la mujer zurda que pintaba tan bonito. Ella se enojó, hizo gestos de la mano como para decir: ¡No! ¡No! Y se fue. Mario se acercó al hombre para preguntarle que pasaba. Antes de que hablará Mario, el hombre le dijo:
‑ Váyase, Señor. Y no pregunte para esa mujer. ¡Es mala!
Se volteó y se alejó. Mario se quedó solo. Frente a los amates. No entendía.
3
Después de regresar a la gran ciudad, Mario mandó enmarcar los pájaros y la boda. No le gustaba la boda, y Elena lo vacilaba:
‑ Es porque no te quieres casar, ¿no?
Mario no contestaba. Se reía.
A los pocos días llegaron unos amigos de Elena, que había conocido cuando estudiaba en España. Mario y Elena se transformaron en guías: Las Pirámides, el Castillo de Chapultepec, el Templo Mayor, el Museo de Frida Kahlo, en Coyoacán. Era el preferido de Mario, tanto adentro como afuera: las paredes azules de lo que era la casa de Frida combinaban con las jacarandas que derramaban sus florecitas azules en la calles de Allende.
Mario y Elena llevaron a sus amigos a la Ciudadela. Todavía había menos turistas que en el Mercado Insurgentes en la Zona Rosa. Caminaban entre las tiendas. Los Españoles miraban los tesoros: plata, vajilla, vasos de vidrio soplado, aves enormes en papel maché, pegasos de cobre, alebrijes multicolores, representando los demonios de Guerrrero, máscaras de Michoacán…
En los pasillos, en el piso, estaban sentadas unas indígenas. ¿Tarascas? ¿Huicholes? Mario se chocaba solo de no reconocerlos. Las mujeres vestían faldas negras hasta el tobillo, y camisas de mangas cortas en tonos rojos que habían tejido ellas. Tejían sarapes para los turistas: cobijas estrechas de lana negra, roja, verde… Tejían de la misma manera desde miles de años. ¿Dos, cuatro, nueve mil años? Con un telar manual: dos pedazos de madera para mantener la trama…
Tomaron unas cervezas en la cantina del mercado. En el techo colgaban unos demonios de papel maché: los alebrijes. Alas de dragón, garras, ojos llenos de odio, piel de serpiente, cuerpos infames, lenguas estiradas. Mario les encontraba cierto encanto, especialmente por los colores, pero Elena los hubiera tirado por la ventana.
Acabaron sus Coronas y siguieron hasta el lugar donde Mario les llevaba sin darse cuenta. Era una de las últimas tiendas, al fondo del mercado. Vendían amates. Los Españoles se pusieron a buscar entre las pilas de amates, lo que se iban a llevar a «shu paísh». Mario no quería más amates en la casa. El señor que le enmarcaba todo, apenas le había traído los pájaros y la boda dos días antes. Un «récord» para él. A veces se tardaba semanas. Mario le había preguntado porque había sido tan rápido y el Señor de los cuadros le había contestado:
‑ No sé. Quería acabarlos pronto. No sé. No me gustaban mucho. Normalmente, sus cuadros me gustan, pero éste… La “boda” me tenía inquieto. No sé porque.
De hecho, el amate de la boda no le gustaba a Mario. Le causaba un malestar indefinido. Una angustia ilógica.
La tienda de la Ciudadela tenía buen surtido. Caballos con alas, pegasos pintados de azul y de rosa mexicano. Todos sementales por supuesto, el sexo erguido, azul. Mario sonrió. Se preguntaba como se vería su propio sexo parado, decorado como amate, azul y rosa. Elena se caería de la risa.
El más bello de los amates era una pelea de gallos. Sinfonía de plumas, de sangre, de arena, de gritos. Mario se podía imaginar el olor a tequila del palenque, el sudor, los billetes pasando de mano en mano. Los hombres gritando a la muerte, los talones de los gallos como espadas, las mujeres, agarradas de un brazo, movidas por la sangre manchando la arena…
‑ ¡Mario!
‑ ¡Mario! ¡Despierta!
Mario volteó. Elena y los Españoles lo miraban. Se había ido. Como en Taxco. Por un momento estaba en el palenque. El amate… Volvió la mirada hasta el amate. No. Ya no pasaba nada. En un impulso, preguntó al vendedor:
‑ ¿Quién hizo este amate? ¿De dónde viene?
‑ No sé. Déjeme preguntar.
El vendedor entró a la tiendita. Elena sacudió a Mario.
‑ ¡Mario! ¿Qué te pasa? Estabas como fuera. Nunca te he visto así. ¿Estás bien?
‑ Sí. Es que…
El vendedor salió de la tienda, interrumpiendo a Mario:
‑ Es un lote que nos llegó de Guerrero.
‑ ¿De Taxco?
‑ Creo que sí. No estoy seguro, pero creo que sí.
‑ ¿Qué es Taxco? Preguntó uno de los Españoles.
‑ Es una ciudad muy bonita, contestó Elena, a tres horas del DF. Lástima que se queden tan poquito tiempo. Pero la próxima vez iremos. Fuimos el fin pasado. Y nos divertimos mucho. Mario acabó en la alberca, todo vestido, a las tres de la mañana. Ja!
‑ Eran las cuatro, y te tiré primero. Mario sonreía. El episodio de los gallos se alejaba.
Al otro día, fueron a San Ángel, al Bazar del Sábado. San Ángel, como Coyoacán, era uno de los lugares preferidos de Mario y Elena. Siempre decían que, algún día tendrían una casa en San Angel o en Coyoacán. Algún día… San Ángel tenía un encanto especial. Las calles angostas, sinuosas, pavimentadas de gruesas piedras de lava. Casas enormes amparadas por altos muros que escondían jardines inmensos, misteriosos. Diego Rivera vivía en San Ángel. A dos pasos de Coyoacán. Donde vivía Frida…
En San Ángel, las plazas formaban como una cadena. En la plaza San Jacinto, cada Sábado, exponían pintores. Del DF, de Toluca, de Cuernavaca, venían con sus cuadros, sus óleos, sus grabados, sus estilos, su talento, aún si algunos tenían más pretensión que talento. Pero Mario prefería el bazar del Sábado a la Place du Tertre, en Montmartre, que había visitado con emoción, hacía algunos años. Ahí, los pintores repetían la misma producción tela tras tela: la típica pintura del Sacré‑Coeur, casi industrial. El Bazar del Sábado tenía más variedad, más chispa.
Paisajes, indígenas, Cuernavaca, Taxco, desnudos, oníricos, gallos, personajes de Hyeronimus Bosch, desfilaban en los cuadros. En el kiosco, se instaló una banda a tocar marchas, piezas clásicas, para una audiencia acalorada. Los Españoles estaban dichosos.
Atrás del antiguo Convento del Carmen, estaba otra plaza donde vendían artesanías. Mientras Elena y los invitados curioseaban, Mario se puso a pensar en el día anterior, en la Ciudadela. Por un momento, había estado en el palenque. El olor a sangre le había llegado, y se había quedado con él varios minutos después. Elena lo llamó:
‑ ¡Mario! ¡Ven! ¡Eso está increíble!
Tenía un amate en la mano. Una boda.
‑ ¡Es casi igual a la que tenemos! ¡Qué poca! Ni siquiera somos originales. ¡Mira!
Mario miró el amate. Era idéntico, hasta en los colores. El mundo empezó a girar.
Mario estaba en Taxco. Subía hacia Santa Prisca, en una boda. Podía oír Mariachis. Llegó a la iglesia. No podía ver el rostro de sus acompañantes. Llevaban mascaras grotescas. Pensaba: estas mascaras no deberían de estar aquí. Son de Michoacán. Alguien echaba cohetes, pólvora.
Se volteó. Llegaba la novia. Sola. El rostro cubierto por el velo. Llevaba un ramo de flores de la mano izquierda.
Mario cerró los ojos…
Estaban en un cuarto oscuro, iluminado por velas. La novia daba la espalda a la luz. Tenia el pelo suelto, hasta la cintura. El vestido blanco se cayó al suelo. Avanzó hacia Mario…
‑ ¡Mario! ¡Despierta!
Abrió los ojos. Estaba acostado en la banqueta de piedra negra. Elena lo sacudía.
‑ ¿Qué pasó? Preguntó Mario.
‑ Estabas mirando el amate, y… Te caíste, como en cámara lenta. Dijo Elena. Pensé que te habías golpeado la cabeza. Te desmayaste. ¡No! ¡No! ¡No te levantes!
‑ Sí. Estoy bien. Creo que tengo hambre.
Mario se levantó. Tenia la cabeza vacía. ¿Hambre? Miro su reloj: eran las tres y media.
‑ Vamos a comer. Enfrente de la plaza donde están los pintores. Es muy agradable el lugar.
‑ ¿Estas seguro? Preguntó Elena. Te ves pálido…
‑ Sí. Sí. Vamos.
El restaurante era muy agradable. Los Españoles seguían encantados. Mario se sentía mejor. Elena era guapa. El licor le hacia brillar los ojos. Su boca se veía suave. Un tipo tocaba el piano sin que nadie escuchara. Era la hora de la comida, del trago, de los chistes, de pasar la mano sobre la rodilla de Elena, debajo del mantel. Elena no perdía la conversación. La mano de Mario subía…
Empezó a lloviznar. Marzo loco… Mario se levantó:
‑ Voy a buscar un paraguas en el coche. Si no, cuando salgamos, nos vamos a empapar.
‑ Voy contigo, dijo Elena. Y a sus amigos:
‑ No nos demoramos.
Salieron del restaurante. Los amigos Españoles eran muy buena gente, pero cinco minutos de escapada solos, valían la pena. Caminaron hacia el coche, debajo de los arboles de San Ángel. Hombro con hombro, amarrados de la talla. Elena olía rico. Cuando llegaron al carro, se soltó el agua. Tuvieron que meterse al coche. Se quedaron en silencio, oyendo las cataratas que caían. La mano de Elena encontró la rodilla de Mario. Los ojos de Mario buscaron los ojos de Elena. Las bocas se acercaron. La mano de Elena subía. Los ojos se confundían. Mario bebía de la boca de María, a traguitos, mordía los labios llenos, la lengua suave, bailando en su boca. La mano de Elena bajaba la cremallera de Mario.
‑ ¿Estás loca? Mario se reía.
‑ Un besito, nada más. Se antoja, ¿no?
La lluvia bajó a los quince minutos. Mario y Elena regresaron al restaurante. El piano tocaba «La vida en rosa». San Ángel bajo la lluvia. Elena. Amante sin amate.
4
Ya era de noche. La ventana se había quedado abierta, invitando a la luna. Mario bebía la piel de Elena. Las perlitas de sudor brillaban con la luna. Repetían viejos ritos, como si fuera por primera vez. Los hombros de Elena, los ojos de Elena, el vientre de Elena. Mario besaba el cabello de Elena, sus brazos, sus senos.
Bajaba al vientre, volvía a los hombros, a las manos, besaba el sexo de Elena, como si fuera otra boca, los labios como si fueran labios…
Cuando vinieron, Mario vio Elena transformarse: los ojos eran negros, oblicuos, los pómulos más altos, el cabello, más largo, flotaba, metálico en la almohada… Era ella… Amante de amate. Cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, Elena lo miraba, tranquila:
‑ Hmmm. Te adoro. ¿Me das un abrazo de oso?
Elena se durmió casi de inmediato, en los brazos de Mario. El se quedó inmóvil. Sin dormir, pensando en lo que le sucedía. El amate. El amate. Tenia que encontrarla.
5
La semana pasó sin incidente. Mario dormía mal, pero cuando se levantaba por la mañana, no se acordaba de ningún sueño. Un día que comía con Claudio, le contó lo que le había pasado. Claudio no lo tomó muy en serio:
‑ La verdad, Mario… Creo que estas cansado. Con lo que trabajas, no comes, tomas como bárbaro…
‑ ¡Mira quien habla!
‑ Estamos hablando de ti, ¡Hombre! Yo no tengo visiones, ¡y todavía no me he desmayado! Y en vez de fantasear sobre la primera mujer que me encuentra en la calle, prefiero llevar algunas a la cama. ¡Es más sabroso!
‑ ¿Sí? ¿Y tu mujer? ¿Qué dice?
‑ Bueno, no es tan seguido. Jaja! En serio. ¿Qué vas hacer?
‑ Voy a Taxco, este Sábado.
‑ ¿Sólo?
‑ Sí. Le diré a Elena que tengo una convención, un seminario con un cliente. Tengo que encontrar esta mujer, y salir de eso.
6
Mario salió el Sábado temprano, para evitar la huida de los capitalinos hacia Cuernavaca. Las dos, tres horas de camino hasta Taxco, pasaron rápido. Llegó a la vieja ciudad, subió por las calles abruptas hacia el Zócalo. Dejó el coche bajo un árbol, en el Zócalo, y bajó a la plaza de los amates. No había nadie. Quizá era temprano todavía.
Dio la vuelta al pueblo. Las tiendas de plata ya estaban abiertas. Buscó aretes para Elena. Acabó comprando una pulsera. A las dos horas, bajó otra vez a los amates. Habían llegado los indígenas. No estaba la zurda. Preguntó a la vieja abuela:
‑ ¿No está la zurda? Quisiera encargarle otro amate…
La vieja lo miró, sin entender.
‑ La mujer que estaba aquí, el otro día. Me pintó unos pájaros, como estos:
Mario buscaba en los amates, hasta encontrar uno idéntico al que había comprado. Lo enseñó a la vieja:
‑ No Señor. Este lo pinté yo. Y aquí están todos los de mi familia. Y nadie es zurdo.
Mario trataba de luchar contra el coraje. Pero la vieja seguía firme: no había zurdos en la familia. Era de mala suerte, decía.
Mario pasó el resto del día buscando a la mujer del amate en todos los rincones de la ciudad. En vano.
Cuando llegó la noche, Mario se instaló a la terraza del restaurante donde había cenado con sus amigos. Era inútil. Nunca la encontraría. Estaba seguro que la vieja le mentía. No había previsto eso… Miraba al Zócalo, pensando en el tiempo perdido, cuando sintió que alguien le jalaba la manga. Volteo la cara hacia una niñita de diez años, con canastitas colgadas del brazo. Seguro para vender. . Le iba a decir que no, gracias, cuando la niña le dijo:
‑ ¿Quiere ver a Luz?
‑ ¿No Gra… Que dijiste? ¿Quién es Luz? ¿La zurda?
‑ ¿Quiere ver a Luz? Venga.
La niña salió del restaurante. Mario se paró, dejó unos billetes al mesero, y la siguió. La niña caminaba rápido, sin mirar atrás. Entraron a las callecitas que bajan del Zócalo. A los cinco minutos, Mario estaba completamente desorientado. A veces tenía que correr para no perder de vista a la niña.
Llegaron a una casa humilde, pintada de blanco. Arriba de la puerta colgaba un ramo de flores. Casa de novia, pensó Mario. El ramo estaba fresco. La niña indicó la puerta.
‑ Luz.
Y se fue corriendo. Mario entró. La pieza estaba iluminada de velas. La luz cambiante acariciaba docenas, cientos, miles de amates, colgados en las paredes: pájaros, caballos, gallos, bodas, arboles…
Al fondo de la pieza, una mujer vestida de blanco le daba la espalda, peinándose. El cabello le llegaba a la cintura. Se peinaba con la mano izquierda.
Cuando Mario se acercó, ella se volteó. Era ella, la zurda, amante de amate. Tenia una sonrisa triste.
‑ Viniste a la boda. Te quedaras conmigo siempre. Ven.
El vestido blanco se cayó al suelo. Ella lo llevó a la cama blanca.
7
Cuando Mario no regresó el Domingo, Elena no se preocupó. Pensó que se había quedado con los clientes hasta el Lunes. No era la primera vez. El Lunes, habló con la oficina de Mario. Le contestó la secretaria:
‑ ¿Una convención, un seminario en Taxco? No. No había este fin de semana.
Elena estaba fúrica. Decidió esperar otro día. Mario no regresaba. Habló con los amigos. Nadie sabía, salvo Claudio. Claudio mentía mal, y quería mucho a Elena. Le contó todo.
‑ Claudio. Me acompañas a Taxco. Estoy segura que le pasó algo a Mario.
Elena y Claudio se fueron de inmediato a Taxco. Llegaron a las cuatro de la tarde. Los indígenas estaban empacando sus amates. No estaba la zurda. Elena les preguntó si habían visto el hombre de la foto que había traído. Nadie sabía nada. Tenían prisa o culpa. Empacaron sus amates y se fueron.
Claudio y Elena se quedaron en la pequeña plaza. La fuente seguía seca y muda. Un papel empezó a volar. No. No era un papel. Era un amate que los indígenas habían dejado en la prisa. Claudio lo recogió.
‑ ¡Mira! ¡Elena! Ven…
El amate era una boda, en Taxco. Se veía Santa Prisca en el fondo. Pero era una boda muy distinta de la que habían comprado Mario y Elena. La boda estaba terminada. Los novios salían de Santa Prisca. La novia tenía un ramo de flores en la mano izquierda.
Era una boda macabra. Todos los invitados tenían cara o máscara de calavera. La novia era la Muerte. Y el novio tenía el rostro de Mario.

Texto: Brian Martin-Onraët y Equinoxio.
Ilustraciones.
Nota del autor: Es un estilo muy típico de acá, de México. Y justamente cuando estuvimos en Taxco, la pintora estaba terminando los pájaros. Era zurda. Se los compré y regresamos cuando estuvieron secos.
Fascinante y las ilustraciones, me han cautivado. Genial.
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Gracias Scarlet. 🙏🏻
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