RANCHO ENCANTADO by Brian Martin-Onraët

“Me encanta que la India haya declarado a los delfines como personas no humanas con todas las leyes que se aplican a los humanos. Estoy fascinado con la extrañeza de eso”. 

Bryan Fuller
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Hay un hotel en la costa de Quintana Roo, o había. No sé si todavía exista, nunca regresé. Daba sobre la Laguna Azul, cerca de Bacalar.

            Yo venía del Norte de la península de Yucatán, de Cancún rumbo a Chetumal. Quería cruzar la frontera con Belice que varios amigos me habían recomendado, asegurándome que no había ruinas ni templos ni pirámides ni turistas, y que la naturaleza estaba intacta, o casi. Había salido tarde de Cancún, para aprovechar la playa hasta el último momento. Al principio, disfruté el viaje. No había nadie en la carretera; el atardecer me regalaba una fiesta de colores. Pero cuando se hizo la noche, me arrepentí. El carro que había alquilado en Cancún empezó a fallar. Las luces apenas alumbraban a veinte metros. Estaba a unos quince kilómetros de Chetumal, donde había reservado en el Hotel… y pensaba que aún podía a llegar, cuando se apagó la batería. Y las luces. Y pronto el motor. Un corto‑circuito era lo más probable… Ya no se podía hacer nada. Era la una de la mañana. O me quedaba en el coche o intentaba irme hasta Bacalar, a unos cuatro, cinco kilómetros. En una hora podía conseguir una cama. Saqué mi mochila del carro y me fui caminando por el lado de la carretera, esperando que pasará alguien.

            No pasó nadie. Me empezaba a desesperar, cuando vi un aviso. En la luz de mi linterna, se podía leer: «Rancho encantado, Hotel Resort». Le faltaba pintura al anuncio, pero una flecha indicaba un caminito de piedra, a la izquierda de la carretera: » A 200 metros sobre la Laguna Azul».

            Minutos después, llegué al hotel. Un arco de madera decía: «Rancho Encantado». Había una figura Maya pintada al estilo de los códices. Ixchel o Kukulcán. Un camino bordado de piedras blancas llevaba a unas cabañas, perdidas en un jardín de flores tropicales, de árboles inmensos. los grillos cantaban, en un ritmo suave, fluido, al ritmo del agua que se oía en la distancia.

            Me fui hacía una cabaña más grande, donde se veía la única luz del lugar. Empecé a llamar en voz alta, para que nadie me fuera a dar un tiro.

            ‑ Hola! ¿Hay alguien?

            Acercándome, vi un movimiento en la ventana de la cabaña, atrás de las cortinas: una silueta oscura.

            ‑ ¿Qué quiere?

            ‑ ¡Quisiera una habitación! Se me descompuso el carro! Vi el aviso que tienen en la carretera… 

            La silueta desapareció de la ventana. Una puerta se abrió atrás, del otro lado, frente a la Laguna. Una mujer dio la vuelta y se acercó.

            ‑ Señor. El hotel está cerrado. Pero si quiere, quédese en la cabaña 2… Mañana puede ir a Bacalar…

            Era una mujer en sus treinta. En la luz de la ventana, una güerita, con el pelo deslavado por el sol y el mar. Lo tenía largo, amarrado en una suerte de cola de caballo. Vestía una playera ancha, sin mangas, sobre una falda larga, de algodón, que le llegaba a los tobillos. Caminaba descalza.

            ‑ Gracias. La verdad, no me encantaba la idea de dormir en el coche ¿Dónde está la cabaña? No quiero causarle ninguna molestia…

            ‑ No hay problema. Le voy a enseñar su “palacio”.

            Me llevó a una casita cerca de la laguna. Se oían los golpecitos del agua sobre un muelle. La cabaña era de madera, con una pequeña terraza, unas sillas, una mesa baja. Tenía una sala rústica, una cocineta, dos recámaras. Olía a fresco, limpio.

            ‑ Aquí está. Hay sábanas en el closet. ¿Quiere comer algo?

            ‑ No, gracias. Lo que necesito ahora, es dormir, y me parece que voy a dormir muy bien.

            ‑ Como guste. Buenas noches. Cualquier cosa que necesite, ahí estoy, me dijo, enseñando la otra cabaña.

‑ Buenas noches.

*

Pasé una noche deliciosa. Desperté temprano y salí a mirar la Laguna Azul. Es un lugar muy especial. La laguna está cerrada por una banda de tierra de unos cinco kilómetros. Comunica con el mar hacía el Sur por una apertura de unos de quinientos, ocho cientos metros, que permite al agua renovarse permanentemente. Es más como una bahía que una laguna. La banda de tierra está tan lejos del Rancho Encantado que no se ve desde la orilla.

            El hotel era un conjunto de diez cabañas idénticas, con techo de palma, hundidas entre buganvillas, Jamaica, copa de oro. Había guayabas que llenaban el aire de su perfume. En el centro, estaba una cabaña más grande, con techo de palma, con un comedor abierto a la orilla del agua. En frente se veía un muelle de madera, en forma de U, con una palapa y una hamaca colgada. Dos lanchas de alta mar se balanceaban junto al muelle.

            Entré al comedor. Ahí estaba. Sola. Sentada en una mesa, miraba el agua. Volteó la cara:

            ‑ Buenos días. ¿Cómo durmió? La cama no estaba dura?

            ‑ No, gracias. Dormí como bebé.

            ‑ ¿Quiere desayunar? Hay jugo, huevos, carne…

            ‑ Bueno, un jugo y unos huevos revueltos… ¿Tiene jamón?

            ‑ Claro. En seguida, se los traigo.

            ‑ Gracias… ¿Cómo se llama?

            ‑ Clara. Siéntese dondequiera.

            Se fue detrás de un bar de madera. Empezaron a sonar los sartenes. Me quedé mirando la laguna; de repente, no tenía tanta prisa que me arreglaran el coche. El lugar estaba precioso, y no tenía nada urgente que hacer en Chetumal. Belice podía esperar unos días. Porqué no quedarme?

            ‑ Aquí está su desayuno. No le molesta si lo acompañar? Fui a nadar temprano y me dio un hambre…

            ‑ Por supuesto.

            Comimos en silencio. El desayuno estaba delicioso… Un pelicano se instaló en el muelle. De repente, Clara me dijo:

            ‑ Tiene mucha prisa de llegar a Chetumal? Se puede quedar cuanto tiempo quiera. Hace mucho que no hay huéspedes aquí, y así decido si sigo con el    hotel o me voy…

            ‑ No, no tengo prisa. Le iba preguntar lo mismo.

            ‑ Deme sus llaves. Me encargaré de que le arreglen su carro.

            ‑ No! No se moleste. Puedo…

            ‑ Nada. No me molesta. Deme sus llaves. Luego le traerán su coche.  Mientras disfrute lo que queda de paz en este lugar. ¿Sabe manejar una lancha?

            ‑ Supongo que si. No las veo muy diferentes de otras.

            ‑ Muy bien. Está en su casa.

            Clara se paró, y desapareció en la cocina. Me instalé en el muelle, bajo la palapa, en la hamaca. El pelicano ni parpadeó. Nos quedamos los dos a mirar el agua.

            Fui a nadar, en el agua fresca de la Laguna Azul. Me acompañó el pelícano. No sé si me confundía con un pez grande, o si yo le ayudaba a espantar el pescado. Se tiró al agua dos veces a menos de dos metros de mí. Cuando llegué a mi cabaña, encontré las llaves del carro en la mesa de la sala. Miré por la ventana: Ahí estaba mi coche. ¿Tan rápido?

            Me bañé, para ir a comer. Ya eran casi las cinco y media. No había nadie en la cabaña principal. Habían puesto un buffet con frutas, carnes frías, ensalada. Comí solo, con calma. Se veían unos delfines en el centro de la laguna. La hamaca del muelle me pareció irresistible.

*

Cuando desperté, ya era noche. Una luz pálida brillaba en el restaurante. Clara estaba preparando una mesa, con dos cubiertos.

            ‑ Hola, buenas noches. Gracias por el coche.

            ‑ Buenas noches. ¿Ya lo probó? No tenía nada. Un alambre desconectado.

            Una luz sarcástica bailaba en sus ojos grises. No usaba ningún maquillaje. Tenía el cabello mojado.

            ‑ No soy buen mecánico. ¿Cuánto le debo?

            ‑ Nada. Llegué a su carro. Intenté prenderlo, por si las moscas… y arrancó. Llegando aquí, chequé los alambres, había uno flojo, y ya!

            Seguro puse cara de apenado, porque se rio, y dijo:

            ‑ No haga esta cara! No soy mecánica, pero ya me había pasado exactamente lo mismo. Por eso… Me fue fácil. ¿Quiere vino? Tengo unas buenas botellas… ¿blanco o tinto?

            ‑ Tinto, gracias.

            Fue una cena suave. La comida era rica, el vino fresco. Clara me contaba la Laguna Azul, el mar. Era Gringa, tenía treinta y dos años. Había estudiado biología marina, en Mobile, Alabama. A la hora de hacer la tesis, había venido a Quintana Roo, para estudiar los delfines de la laguna Azul que tenían una característica especial, algo muy técnico que no recuerdo. Nunca había terminado la tesis. Se había asociado con alguien, un amigo, y habían abierto el Hotel, hace cuatro años.

            Tenía pequeñas arrugas de risa en el rabillo del ojo. Sonreía con toda la cara, cuando hablaba del mar. Tenía la nariz fina, un tanto parada. Su cabello era tan guéro, que se veía casi blanco, por el sol y el mar. Pero ya lo dije, ¿verdad?

            ‑ Vi delfines esta tarde. Estaban jugando en el centro de la laguna…

            ‑ Si. Hay nueve delfines que vienen seguido a la Laguna…

            ‑ Los conoce personalmente? O ¿vienen siempre juntos?

            ‑ Si. Y no. Conozco a cada uno de ellos. Son muy distintos, en su expresión,   su voz, su manera de nadar. Y no vienen siempre juntos, llevo muchos años de conocerlos… Desafortunadamente, son como el Rancho Encantado. No van a durar…

            ‑ ¿Por qué?

            ‑ Porqué, cuando llegué aquí, había veintidós delfines. Ahora, quedan nueve. La gente de aquí los mata. Poco a poco. Trato de proteger a los delfines, de enseñarles a desconfiar de los humanos, pero no aprenden. Y los matan.

            Lo que me contaba me parecía difícil de creer. Le pregunté:

            ‑ ¿Les enseña a los delfines?¿ Cómo?

            ‑ ¿No me cree, no? Son muy inteligentes. Entienden mucho. Les enseño a no  jugar con las redes de los pescadores, a evitar barcos. Pero los delfines son tercos, como los humanos. No somos tan diferentes…

            ‑ ¿Y porqué los matan? Los delfines no representan ningún peligro. Es más,   en la costa de África, cooperan con los pescadores para llevar los peces    cerca de la playa, donde los esperan los hombres con redes, y luego, comparten el producto de la pesca.

            ‑ Allá. Pero, aquí, es diferente. Los pescadores dicen que les hacen competencia, que destruyen las redes… Y hay otra cosa… Pero, es tan estúpido que me da rabia.

            ‑ ¿Qué otra cosa?

            ‑ Es una leyenda. La había oído mencionar con los delfines de agua dulce, en el Amazonas… Y desgraciadamente para los delfines, aquí cuentan la misma historia.

            Escuchaba, fascinado. Un solo foco débil iluminaba el restaurante desde el techo de palma, y se balanceaba en la brisa de la laguna, pintando sombras móviles en su cara. Tenía como un pequeño defecto de pronunciación, entre ceceo y chiflado. Continuaba con su cuento:

            ‑ Aquí, cuando se muere un pescador, generalmente se ahoga, porque se volteó el barco, o salen borrachos de la cantina, y se caen al río o a la laguna. Dicen que los delfines son brujos, o sea las hembras. Cuentan que las «delfinas» cautivan a los hombres que pasan por la noche a la orilla del agua, los seducen, para que los hombres les hagan el amor. Y cuando terminan, el delfín, la hembra, jala al hombre debajo del agua, y lo ahoga… Entonces, matan a los delfines. Y los pescadores se siguen ahogando y se siguen emborrachando! ¿Qué estupidez, no?

            ‑ Si. ¿Y no hay nada que hacer, no?

            ‑ Nada. Cuidarlos lo que se pueda. Cuando muera el último, yo me iré. No hay nada más que me detenga aquí.

            Clara se paró. Algo de sonrisa había regresado en sus labios.

            ‑ Gracias por escucharme. Tengo que ver que es lo que pasa en la cocina.

            No había visto a nadie más que Clara, desde que había llegado. Se oían ruidos en la cocina. Alguien lavaba los trastes. Me paré:

            ‑ Al contrario. La cena estuvo deliciosa. Y la historia, también.

            ‑ Hasta mañana. Que duerma.

            ‑ Igualmente.

            Me fui a mi cabaña, cruzando el jardín en la oscuridad. Me quedé en una silla afuera, a fumar un purito. La noche estaba muy clara. La luna casi llena le daba un color plateado a la laguna. No sé si era mi imaginación, pero creí ver delfines cerca del muelle.

*

En los tres días siguientes, la vi poco. Salía temprano en una de las lanchas. Siempre estaba mi comida lista en la gran sala, abierta. Nunca vi a nadie. El personal parecía un modelo de servicio, eficientes e invisibles.

            Un día, estaba aprovechando la hamaca del muelle, tratando, sin mucho éxito, de entablar una conversación con mi amigo el pelícano, cuando vi la lancha de Clara acercándose al muelle.

            ‑ Qué estás haciendo? Nada? Entonces, vente. Te voy a sonsacar.  No tengo tiempo de acercarme al muelle. Tírate al agua, esta fresca.

            Disciplinado, y un tanto aburrido de la hamaca y del pelícano, me eché al agua, y subí a la lancha. Clara ya había arrancado. Le pregunté si manejaba coches de la misma manera.

            ‑ ¿Cómo cafre? Sí! Agárrate.

            Volaba sin casi tocar las olas. Jugaba con ellas. En pocos minutos salimos de la Laguna Azul, hacía el alta mar. Me sentía como niño chiquito, con el ruido del motor a toda velocidad, el sabor del sal en mis labios. Clara estaba feliz. Me enseñó el mar como pocos lo conocen. Los colores, matices de gris, verde, azul, negro, la espuma. Vuelos de pelícanos rozando el agua.

        Usaba un traje de baño gris perla, de una sola pieza, de los que usan para carreras, que ayudan a ganar unos centésimos de segundos. El cabello rubio volaba. Vimos dos tortugas marinas. Y llegaron los delfines para la carrera tan esperada. Tres se colocaron adelante de la proa, dos al lado. Clara no bajaba la velocidad.

            ‑ ¿Y si chocas uno?

            ‑ No hay peligro. Ellos ajustan su velocidad para estar siempre adelante ¡Les encanta!

            Y a ella, también. Era un va y ven de delfines, adelante de la lancha. Se cruzaban, brincaban, siempre ganándonos. No sé cuanto tiempo duró la carrera. De repente, los delfines decidieron que habían ganado, todos dieron la vuelta en el mismo momento, y desaparecieron hacía el horizonte. Habíamos sido derrotados. Clara bajó la velocidad. Respiraba en sorbos cortos, el rostro rojo. Se volteó hacía mi:

            ‑ Que buena carrera, no? Ya entiendes porque los quiero? Son tan bellos.

            Su traje gris se reflejaba en sus ojos.

            Regresamos más despacio al Rancho Encantado. Sin hablar, en uno de esos silencios cómplices, confortables, que poco se dan.

*

En la cena, Clara me siguió contando de los delfines. Eran sus compañeros de juego. La acompañaban en la lancha en el alta mar. Iba a nadar con ellos. ¿Eran, como decía? Derechos. Los delfines no engañaban. Y, pensándolo bien, la compañía de los delfines era muy superior a la de muchos humanos… Pregunté:

            ‑ Pero… ¿El hotel? ¿Implica contacto con mucha gente, no?

            Había tocado un tema sensible. Me contestó, mirando hacía la laguna:

            ‑ Eso era diferente. Era… Un sueño. Que ya se acabó.

            Empezó a pararse. La detuve, tomándole el brazo:

            ‑ ¿Porqué? Tienes aquí, un lugar precioso, con todo lo que te gusta: la laguna,   el mar, los delfines… ¿Es por tu socio?

            Soltó el brazo. Sus ojos grises se oscurecían:

            ‑ Mira. Mi socio era mi esposo. Era un borracho, y un día…

            Se alejó de la mesa.

            ‑ Un día, estaba tan tomado, cuando regresaba de la cantina, que se cayó, y se ahogó en quince centímetros de agua.

*

Se fue sin decir una palabra más. Al día siguiente, no la vi. La comida aparecía en la mesa del comedor. Saqué una lancha, sin ver a nadie, ni un delfín, ni un pelicano. Hasta mi amigo emplumado había desaparecido.

            Cuando llegó la noche, cené solo, sin oír un ruido en la cocina. Igual sería mejor irme al otro día. No podía encontrar el sueño. La noche fresca me agobiaba de un calor insoportable. Salí a ver la laguna. Cuando iba a regresar a mi cama, oí una voz cantando en el muelle.

            Me acerqué lentamente, sin ruido. Clara estaba sentada en el muelle, frente a la laguna. Cantaba una canción suave, melancólica, que nunca había oído antes, y hoy, no recuerdo. Para quién cantaba? Para su esposo, o su sueño? O para… Dejó de cantar, y, sin voltear la cabeza, dijo en voz baja:

            ‑ Hola. Acércate. Sin ruido.

            Subí al muelle. Cuando llegué a su lado, vi para quién cantaba. En el agua estaban dos delfines, jugando con los pies de Clara, con esa cara de pícaros que tienen.

            ‑ Siéntate. No te preocupes por mis amigos. No te tienen miedo. Ya les conté de ti. ¿Verdad, amigos?

            Los delfines empezaron a coquetear, a chiflar, como si compartieran un buen chiste. Meneaban la cabeza como para manifestar su aprobación. Clara seguía hablándoles:

            ‑ ¿Verdad amiguitos? Este es buena persona. Y le gusta mojarse.

            Como si entendieran realmente, los dos delfines dieron un brinco en el aire, mojándonos de los pies a la cabeza. Empecé a reírme.

            ‑ ¿De verás, son salvajes? Los tienes bien entrenados.

            Clara se reía con cara de “nomecrees?”.

            ‑ No son salvajes. Son libres. Hacen lo que quieren. Juegan, aprecian los chistes, y, más que todo, les gusta que les cante ¡Dicen que les recuerdo una sirena que conocían!

            ‑ ¿Y que canciones prefieren?

            ‑ Las suaves. Las baladas. Las canciones de trío. A veces pongo Luis Miguel, y llegan casi todos!

            Clara empezó a cantar. «La barca», creo. Nos quedamos los tres, ellos dos en el agua, y yo, sentado en el muelle, a escucharla cantar.

*

El día siguiente fue todo de agua: salimos en lancha todo el día, acompañados por los delfines, a seguir la costa hacía el Noroeste. Nos bañamos con los delfines. Pescamos para la cena. Llegamos cocidos por el sol, el mar, la sal… Los delfines se habían ido por su lado. Teníamos tanta hambre que ni nos bañamos ni nos cambiamos.

            Cenamos pescado a la parrilla, con limón y mucho vino blanco. Los ojos grises de Clara se veían dorados. Terminó su copa, se quitó la camiseta, y los shorts, quedándose con su traje de baño gris:

            ‑ Vente ¡Vamos a nadar!

            Empezó a correr hacía el muelle. Cuando la alcancé, se iba a tirar.

            ‑ ¡Apúrate! ¡Sino te voy a ganar!

            Me quité la playera, y me tiré al agua. Nadaba más rápido que yo. Me llevó hacía doscientos metros, adentro de la laguna. Me costaba trabajo mantenerme a su ritmo. Nunca había visto a nadie nadar tan rápido, tan fluido. Cuando se dejó alcanzar, yo sentía el esfuerzo en mis pulmones. Me esperaba, los ojos grises con una chispa burlona.

            ‑ Eres lamentable. No nadas mal, pero que ¡lento!

            Me acerqué:

            ‑ ¿Me vas a dar entrenamiento?

            ‑ No sé. ¿Primero, qué me vas a dar por ganarte?

            Sus labios sabían a sal. Era como besar el mar. Abrazar una ola. Se escapaba, volvía, me hundía, cuando salía, medio ahogado, a tomar aire, me atrapaba la nuca, me daba golpecitos con la boca. Me hundió otra vez, manteniéndome bajo el agua de la laguna. No me podía escapar de sus brazos. ¡Aire! Aire! 

            Me soltó con una carcajada. Tosiendo, dije:

            ‑ Eres un peligro! Casi me ahogas…

            ‑ Cuidado conmigo, chato! Soy…

            ‑ ¿Una sirena?

            ‑ ¡Peor! Alcánzame, si puedes.

            Se lanzó hacía el muelle, ganándome sin esfuerzo. En su traje gris, nadaba, nadaba como…

            Me esperaba, parada en el muelle. Subí. Trató de tirarme al agua. Se reía. Su piel, sus hombros, sus dedos sabían a sal. Me mordía los labios, suave, duro, suave, duro. Acariciaba su cara con la punta de los dedos, las orejas delicadas. Trataba de memorizar sus fracciones, cerrando los ojos, tocando su rostro con mis manos. Acariciaba mi espalda con los dedos, con las uñas. Sentía su vientre contra el mío, girando, bailando, buscándome. Cayó el traje gris en las tablas del muelle, junto al mío. Su piel se enchinaba por el agua y la frescura de la noche. Gotitas de mar caían de su cabello sobre su busto. Sus ojos grises se veían casi negros.

            Corrimos a la cabaña. Nos quitamos la sal lentamente, a golpecitos de lengua. Su vientre era dorado, con la piel más clara cerca del sexo, escondido en un diminuto triángulo castaño claro. Hicimos el amor una y otra vez. O fue una sola, eterna? No dejé de mirar sus ojos grises ni un solo momento. Me tenía preso entre sus piernas, mezclados, unidos, buscando acercarnos más, y más, y más.  Nos venció el sueño, y el cansancio, abrazados, como si no quisiéramos alejarnos.

*

 Desperté en una cabaña vacía. Las sábanas olían a moho. Clara no estaba.  Había un cristal roto en la ventana. La puerta yacía en el suelo. Todo eso noté en menos de un minuto mientras me ponía un pantalón y salía a buscarla. Pero nada me hubiera podido preparar para la visión desolada que me esperaba afuera: El Rancho Encantado se había vuelto el Rancho Desolador. Parecía haber sido víctima de un huracán mientras dormíamos. Cabañas tumbadas, techos arrancados, el muelle hundido en el agua. El techo del comedor se había caído sobre las mesas. El pasto había crecido. Busqué a Clara por todos lados, sin encontrarla. Cuando miré mi reloj, pensé que se había parado: solo un día había transcurrido desde la falla del coche.

            Mi carro estaba donde lo había dejado, el día anterior, o ¿hace varios días?

            Nunca supe lo que me había pasado en el Rancho Encantado. Cuando fui a Bacalar, empecé a preguntar del Rancho Encantado. La gente volteaba la mirada, o dejaba de hablarme. Solo una viejo pescador me dijo en la cantina de la plaza:

            ‑ ¡Ay! Señor! Es una triste historia. Y la gente prefiere olvidarla, o inventar cuentos de delfines, o de delfinas. Se murió el dueño, y ya!

            Entonces, le pregunté:

            ‑ Pero, ¿Qué pasó con su esposa?

            Me miró a los ojos, quedándose callado unos segundos, y me dijo en voz baja:

            ‑ Señor. El dueño del hotel no tenía esposa. No estaba casado. ¿A quién vio? Allá? En el Rancho Encantado?

            No contesté. Parecía un sueño. A veces quisiera pensar que lo fue… Pero sé que no. Por qué lo sé? Porque, cuando salí a buscar a Clara aquella mañana, en el Rancho Desolador, encontré algo… colgado de las tablas del muelle: un traje de baño gris.

       

© Brian Martin-Onraët y Equinoxio

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2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Scarlet Cabrera dice:

    Maravilloso misterio.

    Me gusta

  2. equinoxio21 dice:

    Gracias Scarlet. De hecho en partes del Amazonas, los delfines rosados (de agua dulce) se consideran como brujos/brujas…
    Slds

    Le gusta a 1 persona

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