Retrato— By Aida S González


Éramos cinco las rezagadas, ellas, las monjas,  nos reprendían cuando usábamos esa palabra, como si fuéramos tan inocentes de creer que ellas no la usaban  en nuestra ausencia. ¿Acaso no hago cosas que no debería cuando nadie me ve? Sin rencores acepto los demonios de la tentación, los míos y los de los demás.

Nos habíamos unido en una hermandad inusual,  tanto que éramos felices, teníamos sueños, ambiciones; todos sabemos que soñar es un privilegio negado a los huérfanos, ellos solo tienen una cosa segura: incertidumbre. Nosotras teníamos ese privilegio a pesar de todo.

Cocinábamos para todos, era Noche Buena; regocijo y felicidad, como pocos días del año. Los olores a navidad anegaban  la casa, llenándola de vida, de luz, de calor. Solo en esa época del año podíamos sentir eso.

Los chicos y las monjas estaban en la posada de la iglesia y nosotras  en nuestra propia celebración en la cocina, dándole los últimos toques a los manjares suculentos. Como nos habían dejado solas, disponíamos de  la cocina, mejor dicho de toda la casa con entera libertad.
Ese año había sido un derroche de generosidad por parte de nuestros benefactores.

Lily cantaba a todo pulmón mientras tocaba el viejo piano, ella hubiera querido ser bailarina de ballet, pero su destino se había escrito de otra manera y se conformaba con cantar.
Siempre quise saber porque nuestros destinos y nuestros deseos no caminan de la mano en perfecta armonía. Como algo de la naturaleza. Ese es un detalle bastante intrigante que se le pasó corregir al creador.

Del recibidor se escuchó un ruido que por culpa de  la algarabía no pudimos descifrar, nos silenciamos por un momento, luego nos echamos a reír, el orfanato era una casa vieja llena de muertos y de historias, no era extraño que hubiera ruidos inexplicables, estábamos curadas de espanto .

Maru que era la mayor, la responsable de nosotras, la sensata, la que resolvía todos los problemas, decidió ir a investigar; para asegurarse de que en efecto era solo un fantasma con ganas de llamar la atención. Y no un demonio de afuera, como nos advertían  las monjas de los humanos peligrosos. La puerta debía estar cerrada siempre, era una orden indiscutible y nosotras la seguíamos con fidelidad, y era porque también le temíamos a los de afuera.
Seguimos  cantando mientras ella se perdía en la semi oscuridad del largo pasillo.
Fueron  sus gritos horribles los que nos detuvieron en seco y nos obligaron a correr a buscarla, no avanzamos mucho… la escena era simplemente aterradora, espeluznante, inaceptable… dos bestias ( voy a llamarles bestias, porque decirles hombres, los compararía con un humano y todo mi ser de niega a hacer dicha comparación) caminaban hacia nosotras, uno de ellos la traía arrastrando de los cabellos, se aseguró de que la viéramos morir y la asesinó en nuestras narices, como quien rompe a una muñeca, como quien destruye un juguete de plástico. Lo último que vimos fue su mirada impasible, ni al borde de la muerte perdió la compostura, y se bien cual era su objetivo: no causarnos terror, como un acto de amor, como esos actos en donde ni el amor te salva.
Hubiera preferido verla gritar y no morir con esa resignación,( ella le llamaba entereza ) verla pelear hubiera sido lo mejor, pero ella no era yo, ella era el mejor ser humano que había en la tierra.
Estaba a punto de cumplir dieciocho años, se iría a la universidad, una futura médico, eso era ella, sin duda alguna, su perfil encajaba perfectamente. Vimos en un profundo dolor la  manera como nuestros sueños de vivir juntas se esfumaba, ella nos adoptaría sin ningún problema, nos rescataría, ese era el plan, ese plan en donde habíamos puesto toda la fe que podíamos concebir, lo que nos daba fuerzas para vivir. ¡Ella… la más buena del mundo, exhalaba su último suspiro en manos de unas bestias salvajes!

Era una situación irreal y solo se me ocurría que debía estar soñando, debía ser una pesadilla!
Corrimos… nuestro instinto de conservación antecedió al pánico…hacia el lado opuesto, no teníamos muchas opciones, subimos los escalones que nos llevaban a las recámaras al segundo piso. Arrastré a Lily, estaba tan acostumbrada a cargarla que no fue difícil, el armatoste que sostenía su pierna afectada por la polio era tan pesado que a duras penas podía con el, ella tan menuda, tan frágil, tan pequeña tenía que cargar con eso todo el día, por eso yo le ayudaba, cada vez que necesitaba una cómplice para escapar del encierro tenía que ayudarle: a trepar un árbol, por ejemplo. También la sostenía para que bailara, de vez en cuando lo hacía.
Lucia, Lily  y yo entramos a una recámara, Azucena se escondió en el último cuarto. Cerramos la puerta  con llave y la atrancamos con todo lo que encontramos. Empujé a Lily por la estrecha puerta del armario y la cubrí con ropa, le sugerí cerrar los ojos y no hacer ruido. Lucia y yo nos preparamos para morir peleando. Encontré unas tijeras, Lucía traía un desarmador. La bestia entró sin problemas, de una patada derribó la puerta y los cachibaches salieron volando por todos lados, me abalancé sobre él y la hundí las tijeras en el hombro, cerca del cuello, cerca de mi objetivo. -¡Era en el cuello, estupida! ¡¿Como has errado?! – Blasfemé sin recato. Las blasfemias estaban siempre a la orden del día, en la punta de mi lengua, solo que salían en secreto; blasfemar era una de las diez mil ochocientas cosas que eran prohibidas en el orfanato.
Había cometido la mayor estupidez de mi vida y lo pagaría caro, afortunadamente no había tiempo para remordimientos. La bestia me agarró del pelo y me lanzó, salí volando por el boquete de la puerta, aterricé en el pasillo, me impacté en el barandal de madera que salvaguardaba nuestras vidas, evitando que termináramos hechas puré de papa en medio de la sala principal.
Me quedé sin aire y un dolor agudo en la espalda me taladró hasta el tuétano, era un dolor que me arrancaba la vida. En frente de mi, justo en frente  a través del boquete de la puerta estaba el mastodonte y traía a Lucia en las manos, vi como era lanzada por la ventana a una muerte segura, nos dijimos adiós con la mirada… igual que con Maru, sin entender nada… era la mirada más angustiante que había visto en mi vida. Tenía sólo diecisietes años y soñaba con ser diseñadora, era una  diseñadora, reconocida  y admirada en el orfanato, éramos privilegiada al tenerla, gozábamos de su talento y gracias a ella no usábamos ropa usada y vieja, si no todo lo contrario; diseños exclusivos, a nuestro gusto y medida. A mi por ejemplo de un montón de garras me confeccionaba unos overoles fantásticos.
Era una artista de pies  a cabeza.

Cubrí mi cara con las manos, froté mis ojos, quería, necesitaba despertar de esta pesadilla, los malditos libros de terror que metía a escondidas en mi cuarto me provocaban estas pesadillas, pero había sido cuestión de tiempo y práctica para que aprendiera a escapar de los monstruos o demonios que me asechaban, abría puertas o volaba y por eso seguía con el vicio de las historias de terror. Pero esa pesadilla era más bien obra del demonio porque no podía controlarla, ¿que estaba pasando? ¿Por que no puedo despertar o escapar como siempre? Por que Dios me ha abandonado? Rezar en las pesadillas siempre me había funcionado.
Pegada de espalda al barandal me recargué y pude ponerme de pie.
Un pedazo de carne con piel colgaba de una astilla de la ventana rota, chorreaba sangre, era la piel de Lucia, mi pobre Lucia. El olor a sangre, a muerte penetró hasta mis entrañas y vomité, había estado picando la comida y los postres todo el día, restos de tamales, ponche, pastel de frutas, buñuelos, todo salía sin control mientras trastabillaba tratando de huir de ahí. No terminaba de asimilar la muerte de Lucia cuando escuché a Lili gritar, como nunca. La vida de Lili era un dolor constante por su enfermedad, su pierna le daba más lata de lo que servía, pero ella la amaba, como amaba cada parte de su cuerpo que cumplía su función perfectamente. Algunas  noches  le arrancaba gritos de dolor, y corríamos a socorrerla, la sobábamos con ungüentos hasta que se dormía. Fue un solo grito, un alarido desgarrador, y después silencio, un golpe seco que no me costó nada imaginar de donde provenía, era el cuerpo de Lili, inerte, vacío.
Me quedé quieta, atónita, mi cerebro trataba con todas sus fuerzas de sobreponerse, de no desbaratarse como reloj viejo en las últimas.
Esperaba  hipnotizada a que apareciera el asesino, escuchaba sus pasos, de pronto apareció, salió del cuarto, caminó hacia mí, con pasos lentos, seguros, como quien tiene todo a su favor.
Un mechón de pelo de Lili colgaba de sus dedos. Era mi turno, ya lo sabía, aunque ya no quería vivir, ya no podría vivir con el recuerdo de las miradas de mis amigas, de mis hermanas pudriéndome el alma, seguí luchando por mi vida, como algo que obedeces a tu mente sin analizarlo, una parte de mí se había rendido, pero la otra era más fuerte y me empujaba a pelear. O tal vez era la idea de que despertaría en cualquier momento, con el corazón desbocado y empapada en sudor.
Era caso perdido, de el lado opuesto estaba el otro, ese mal nacido que había destrozado a Maru. Ya había terminado con Azucena, la dejó tendida en el suelo, como una muñeca de trapo con el cuerpo torcido, veía su espalda y su cara a la vez, su cabello rubio alborotado lleno de sangre cubría  parte de su pecho. Su pelo, que lucía siempre impecable, toda ella era impecable, jamás pensarías verla de esa forma tan grotesca, a ella tan llena de vida, tan llena de energía, queriendo salvar a las mujeres, rescatarlas de la miseria para que no tuvieran que abandonar a sus hijos. Sería una estilista reconocida y millonaria, le apasionaba de veras, también era una artista y nosotras le servíamos de modelos, ya sea para practicar o para liberar esa necesidad de exponer sus habilidades.
Muchas veces dejé que manoseara mi pelo solamente por complacerla, para que dejara de joder, las demás no tenían problemas con ser sus modelos, pero a ella le gustaba darme lata a mí que me daban alergia los cepillos. Disfrutaba  con ganas cuando se salía con la suya. Era mi más grande demostración de cariño y ella lo sabía.
Parecía hundirse en un charco de sangre… de su sangre, la mancha viscosa se expandía lentamente por las maderas del piso. Su sangre, sangre inocente, sangre joven, sangre sana. “Hasta pronto mi querida Azucena, tú ya sabes lo que pasará aquí, a menos que despierte al fin de esta pesadilla…aunque mucho me temo que no estoy dormida.”
Era mi turno y me tenían acorralada, el destino solo me había  dejado la oportunidad de elegir quien de los dos me mataría.

Me sostenía del barandal… me perdí por unos momentos en la casa en la que  había crecido, me habían formado, había tenido suerte, era una huérfana rebelde a la que la vida la había tratado con decencia. Creí sentir melancolía de pronto, creí sentir amor por esa casa vieja de pisos delatores, era enorme y chica a la vez, el reglamento la achicaba… a veces, otras, se expandía en  una aventura infinita, si aprendías  evitar los gemidos de un piso traidor, era como caminar en un campo minado, el corazón agradece esas cosas de vez en cuando.
Olía a viejo, pero también a madera, a chocolate y a pan recién horneado. Justo abajo de mí estaba la sala, tenía un tapete rojo con estampado de flores blancas y amarillas, encima del tapete estaba una mesa de madera y vidrio, unas patas torcidas que la hacían ver realmente hermosa, las gladiolas en esa ocasión, rojas, en un florero, daban el último toque maravilloso. Sentí placer al verlos, por primera vez me sentí feliz al  ver a mis gladiolas adornando la mesa, y es que a mi me gustaban las plantas, vivas, por eso las sembraba, por el placer de verlas vivas. Pero a Sor Estela se le daba por cortarlas como ofrenda a la Virgen, y vivas no eran una ofrenda. Cosas raras de la religión y yo no estaba en condiciones de discutir.
El  árbol de navidad, el mas hermoso de todos los años, estaba ahí también, con  su nacimiento, faltaba el niño Jesús, él esperaba su turno, hasta las doce… serían las siete… tal vez… en las pesadillas no existe el tiempo, mejor dicho, dura una eternidad… cuando es malo. Los regalos, esa noche sí teníamos regalos para todos. Por ahí andaría el mío, Sor Inés nos lo había confesado en secreto, por ahí andaba el mío, y moriría sin saber, moriría con la curiosidad de que se siente abrir un regalo en navidad.
Me alejé unos pasos del barandal, para tomar impulso… salté y mantuve el equilibrio parada, no era la primera vez que lo hacía, era una de mis desobedecidas favorita. Si la madre superiora me hubiera visto le hubiera dado un infarto, ya les he dicho, las prohibiciones y yo caminábamos de la mano, así me mantenía en linea, los castigo a la orden del día, no postres en más de la mitad de mi vida. !Bah! ¿Quien disfruta un postre en cautiverio?
Había decidido morir a mi manera. Después de todo, el destino si me había dado otra opción.

Abrí los brazos sin voltear a verlos, levanté el dedo de en medio, uno para cada quien y les brindé mi muerte, no sería su maldita cara lo último que vería en esta vida ni serían ellos quienes  me la arrebataran.
Rompiendo la regla de las blasfemias por última vez, salté, volé hacia mi libertad. Mis gladiolas me esperaban con los brazos abiertos. Pensé en Dios, al llegar a darle mis cuentas tal vez tuviera la gentileza de explicarme que carajos fue todo esto. ¿Por que nos castigaba de esa manera? No hacíamos daño a nadie, ni siquiera teníamos contacto con los humanos, a excepción del panadero, el carnicero, el lechero, la bibliotecaria y las personas de las tiendas y los tianguis con las que cruzábamos los buenos días solamente. Y las señoras que venían de vez en cuando a ver qué se hacía con el dinero que donaban para nuestro bienestar, a ellas solo las saludábamos en montón y nos retirábamos. Yo era la rebelde y la grosera, tal vez me merecía el castigo, pero ellas no, ellas nada.

La mesa se hizo pedazos y mis huesos crujieron, los visualicé, aunque no sentí dolor, ni miedo, ni nada. Las gladiolas volaron en todas direcciones, solo una encima de mi, en mi pecho. Respiré su aroma con el último aliento que me quedaba. Antes de hundirme en la negrura de los sueños profundos,  recordé a San Fransisco de Asís “En el hombre existe mala levadura”

Abrí los ojos… en el vaivén apacible de una hamaca, el perfume de jazmín anegaba el aire. Del perfume de las flores, el jazmín era mi favorito. Giré mi cabeza y las vi, mis hermanas en el jardín, jugaban y reían felices, vestían como si fueran a ir a una fiesta, con unos vestidos tan bonitos, que no podía imaginar que alma tan generosa se había desprendido de tanta hermosura, solo para vestir como ángeles a cuatro huérfanas.
Lilly bailaba… ¡si! Bailaba de puntitas con las  manos apuntando al cielo sobre el brocal de una fuente, tarareaba su canción favorita. Los jazmines y la hamaca y la fuente, eran algo nuevo en el orfanato, y yo no tenía idea cómo carajos había llegado ahí. Ni porque todo era tan diferente, tan bonito, tan brillante, tan apacible, tan paradisiaco.
A veces me pasaba, era la última en enterarme de las cosas.

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