Ya salió el peine— By Servando Clemens


Empecé a ir solo a la peluquería a mis doce o trece años de edad. Iba con Pánfilo, cuyo negocio ni siquiera tenía nombre ni mucho menos un letrero. Era un local austero, pintado de blanco, sin horarios a la vista y con una puerta metálica maciza. Se ubicaba en el puro centro.
Al ingresar a dicho establecimiento podías pensar que se trataba de un taller mecánico. En las paredes descarapeladas había posters de mujeres semidesnudas y algunas fotografías amarillentas de equipos de béisbol de la liga local. El negocio te recibía con un sillón despanzurrado cuyos resortes te hacían preferir esperar parado. En medio del lugar descansaba una mesa baja con un sinfín de revistas TVNotas, TVyNovelas o alguna Playboy para que los clientes se entretuvieran con alguna lectura. Los adolescentes nos dábamos vuelo. Y a Pánfilo le valía madres que algunas señoras acompañaran a sus hijos.
—Ey, deja ahí —les ordenaban las mamás a sus hijos cuando estos pretendían hojear las revistas prohibidas.
Pienso que a Pánfilo siempre le robaban la escoba y el recogedor porque el suelo solía ser una alfombra de pelos y trocitos de papel. Se notaba que nadie barría. En una esquina llamaba la atención un antiguo refrigerador en donde guardaba sus Coca-Colas escarchadas y algunas caguamas para soportar el intenso calor. El techo siempre estaba listo para festejar Halloween. No sabíamos qué era más ruidoso, si la televisión cuadrada que transmitía Mujer, casos de la vida real o el aire acondicionado lleno de polvo.
Ante todo, Pánfilo era buenísimo y rápido en su labor. Ninguno como él. Un genio con la navaja, aunque quién sabe si alguna vez la desinfectó. Ese señor regordete y calvo era el peluquero más famoso en la cuidad. Pero carajo, nunca te hacía caso y siempre te cortaba el pelo estilo servicio militar. Al menos a los chamacos.
Fue un sábado, nunca se me va a olvidar esa tarde. El establecimiento estaba vacío. Cosa rara. Me senté en la silla. Pánfilo me puso la capa y me enrolló papel higiénico alrededor del cuello. Comenzó a cortar con su inigualable estilo. Sin titubeos. Sin nada de charla.
—No tan pelón —le pedí sabiendo que no me iba hacer caso.
Entraron dos muchachas, de entre diecisiete y veintidós años de edad. No estoy seguro, a lo mejor menos. De lo que sí estoy seguro era de que las dos eran guapas y de buen cuerpo. Las dos reían de algún chiste muy gracioso. Me pareció rarísimo que pasaran dos chicas, ya que no llevaban a ningún niño a sacarle punta.
—Hola, hola —saludó una de ellas en tono coqueto y de inmediato se situó detrás de Pánfilo mientras la otra se sentaba en el sillón.
—Pero no saliste cuando te fui a buscar, cabrona —reclamó Pánfilo, molesto.
En esa época no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
—Ay, perdón, es que mi mamá se iba a dar cuenta.
—No, nada de perdón. Estoy ocupado. Luego nos vemos.
Yo tan inocente pensé que era su hija. Es que en esos años no existía la expresión sugar daddy, pero tal vez sí eso de viejo rabo verde.
—¿Me perdonas? —le preguntó, acariciando su robusta espalda.
—No. Más tarde hablamos.
No sé si a esos dos se les olvidó que yo estaba ahí sentado y que podía verlos por el espejo.
—Anda, préstame dinero.
—Ya salió el peine —respondió Pánfilo en lo que cambiaba la peineta de la máquina—. Estás loca No me vengas a pedir dinero aquí.
—Por favor —rogó como una niña traviesa—, te juro que a la próxima sí salgo y nos vamos a donde tú quieras.
—¿En serio?
Tenía ganas de gritarles: Ey, aquí estoy.
—Sí, te lo juro —continuó ella al tiempo que se le pegaba más.
Pánfilo estiró la mano y agarró un peine azul.
—Ya dijiste, preciosa.
Pánfilo aferró a la chica de la cintura, se la arrimó a su cuerpo y le dio un beso en el cuello.
Al parecer no es su hija, recapacité.
—Sí, sí, ya sabes —dijo ella.
Entonces no creí lo que estaba viendo: Pánfilo bajó el peine y lo deslizó por la entrepierna de la muchacha, lo restregó unas cuatro o cinco veces, rozando la tela del pantalón.
—Está bueno pues —aceptó el peluquero luego de usar su herramienta de trabajo como una especie de juguete sexual.
El tipo sacó la billetera de su bolsillo trasero, la abrió, extrajo el dinero y se lo entregó a la chica.
—Sí, sí, ándale pues —exclamó ella en lo que daba saltitos de alegría.
Se fueron las dos muchachas entre risas y murmullos. Seguí mirando por el espejo esperando no sé qué cosa. ¿Acaso alguna explicación? El tipo no habló. No le interesaba. Nada más le faltó encender un cigarrillo y darle una fumada; sin embargo, siguió como si nada hubiera pasado. Metió el peine azul en mi cabello y empezó a rebajar el copete.
Mierda, pensé, ya qué.


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Han pasado varios años desde aquel evento. He regresado a la peluquería de don Pánfilo en busca de un trabajo confiable, pues la señora que me cortaba el cabello cerró su estética unisex. Ahora me topo con una sorpresa: una moderna Barber Shop. El local está pintado de negro. Descubro un letrero luminoso. Entro. Han instalado un minisplit, luces led y una televisión de pantalla plana. Dos chicos, sentados en el piso, juegan Xbox. Las paredes están arregladas y las revistas prohibidas desaparecieron junto con la mesa y el refrigerador. Un joven parecido a Carín León le corta el cabello a un adolescente con una maquinita inalámbrica. El barbero tiene los antebrazos tatuados y de su labio inferior cuelga un piercing. El barbero le pregunta al chico si desea que le marque la ceja. Sí, responde.
¿Cuándo se fue Pánfilo?, me digo, ¿y desde cuándo se marca la ceja?
Un empleado nos advierte que a la próxima será indispensable sacar cita, pero que por lo pronto nos acepta por la inauguración de su nueva sucursal.
¿Sacar cita?, pienso, ¿desde cuándo?
Dos señores, al parecer exclientes de Pánfilo, también se sorprenden al no encontrar a su peluquero de confianza.
—¿Y Pánfilo? —pregunta uno.
El barbero lo observa por el espejo con desdén, expulsa humo de su vape y responde:
—Se jubiló el viejón. Ahora yo rento este local.
Observo el suelo: colocaron vitropiso y ambiente huele a limpio. Tumbaron las telarañas: se acabó el eterno Halloween.
—Ah, mira nomás —exclama el señor y pone cara de no saber si quedarse o esperar su turno.
El otro señor, de igual modo indeciso, comenta:
—¿Jubilado? Si Pánfilo no era tan viejo como para retirarse.
—Sí —murmura el otro, tapándose la boca como si fuera a decir un secreto—, pero el cabrón de Pánfilo era bien jarioso y esa fue su perdición.
Soltamos la carcajada al recordar una que otra anécdota. Después nadie habla, como si estuviéramos a la expectativa de no saber lo que nos espera con el nuevo estilo de cortar el cabello.
De repente coloco la mano en la barbilla y reflexiono al percatarme de que ya no habrá más Mujer, casos de la vida real y por último me pregunto:
¿Dónde habrá quedado la chica del peine azul?

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