Esa máscara traslúcida antifaz de tus horrores disociación del trauma. Silencio.

No existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo.
Milan Kundera
La mueca que nadie ve. Horas que no respiran minutos que no escuchan. Desolación.

¿Dónde? ¿Cuándo comenzó la hilera del vacío? ¿Cómo definir su necesidad de absorción?
Poseía una mirada inquisitiva. Parecía pinchar las pupilas de los interlocutores con hipnótica elocuencia animándoles a conversar del delirio a la sed. Mientras hablaban, les despellejaba cada palabra como si fuesen animales en sacrificio, poder de conocimiento que se le daba fácil luego de indagar durante años sobre el núcleo de la naturaleza humana. Salía de cacería —en realidad— siempre estaba de cacería. Presentía a sus presas desde la primera ojeada tal pétalos cerrados preservando al aroma del terror. Una vez determinados, les incitaba a sucumbir al embrujo de la conversación al desnudo, posterior monólogo de venas abiertas. Sabía lo que ellos necesitaban: ser escuchados, es que van muy solos, tan escondidos dentro de sus escafandras. Ella era perfecta para eso. Requería el hálito de sus pánicos, el secreto, la culpa, lo infame. Había descubierto que allí, extraía vida, sustancia energética que la dotaba del poderío de la permanencia, eternidad sobre todo lo existente. Aprendió que el sentimiento más determinante no era amor sino el miedo. No se consideraba malvada o cruel —más bien— se asumía generosa ¿Acaso no dedicaba horas oyendo existencias plagadas de tantas agonías? Los felices eran escasos. Esos no demoraban mucho ante el hechizo de su manipulada hospitalidad, pero la mayoría, el promedio, estaban perdidos dentro de sí mismos, abandonados/indefensos/debilitados. No salían del pasado, les atormentaban recuerdos dolorosos/aterradores/congelados. Sus cuerpos estaban aquí pero la verdad, es que muy dentro, seguían allá, en el mismo lugar, con la misma edad, exactamente paralizados en un tiempo que ya no era. Algunos tenían cincuenta años y hasta más y todavía, eran niños de cinco reviviendo las palizas de su padre o el deformado arquetipo de su madre, progenitores degollados por sus retorcidos aprendizajes. Otros, no olvidaban la muerte de su amada tía, único personaje que los había amado o aquella vez cuando los empujaron, víctimas en pleno bullying y lamentablemente, cayeron sobre una roca hiriéndose gravemente y fueron hospitalizados. Habían muchas revelaciones, emociones dañadas incinerándoles. Demás revivir las envidias y celos hacia el hermano, hijo favorito al que terminaron odiando y siempre, culpándose por no quererlo, después de todo ¿Tenía la culpa de ser el escogido? Historias tan diversas como seres en el mundo. Mujeres abusadas eternamente silentes, de pronto, explotaban sus agresiones hablando en tercera persona como si la alteración del «Yo» en la oración, pudiese, eliminar de su piel al daño en sus almas . Otras remembranzas no resultaban tan horrendas pero eso no era importante. La raíz del asunto se consolidaba en el valor que cada quien le imprimía a sus culpas, angustias o tormentos. Precisamente, esa particularidad, despertaba la fuerza que los ataba en el tiempo. Estaban presos. Pasaban los días, uno tras otros, tras la repetitiva efervescencia del abismo. Siendo justos, el tic tac de la materialidad constantemente los revertía al ayer. Nada de la metáfora hippie del sol, del presente y menos del renacer; es decir, el mito de las veinticuatro horas sumergidas en la mágica oportunidad del despertar hacia renovadas perspectivas ¿De quién qué y por qué…? No siempre se lograba el objetivo en todas las conversaciones. Existían secretos tan siniestros, tan desgarradores que por más que ella lo intentase, no lograba que las víctimas emocionales los expulsasen de sus gargantas. Esos seres tan marcados, respiraban su fallecimiento desde mismo momento del desgraciado «evento». Como reses, fueron tatuados en los confines del pavor, quedando enmudecidos entre apretados encadenamientos ¿Habían olvidado? ¿Querían olvidar? ¿Podían? Su sangre no era tan caliente. Ella lo sabía, igual, absorbía lo que podía de cada desconsuelo, en cada excusa. De los suplicios, devoraba el nutriente del vacío sin que ninguno se percatara de sus planes. Ella y su voz suave acompañada de delicados ademanes. Transmitía confianza, calidez de la que abraza. No obstante, su verdadero ser estaba detrás, oculto entre la máscara de sus propios miedos. Ya no sentía, pero eso no la hizo mejor. Solo descubrió que atrapar al sufrimiento ajeno le daba vitalidad tipo kundalini. Adictiva energía anestésica. No sufría, no reía, no lloraba, tampoco cantaba ¿Liberaba aquello de…? ¿Vivir a costa de destapar la aflicción del próximo únicamente para acentuarle los barrotes? Volaba sobre las almas extrayendo la sustancia misma del ánima en la premonición de rescatarse y no sentir absolutamente nada. El dolor se le dormía. Y si bien esa era la gran ventaja, simultáneamente, también confabulaba al gran castigo. No sentir. Simple espiga movida por la ventisca de la muerte.
Ella, condenada al disfrute de las miserias humanas. Amarrada inexorablemente a los esclavos del pasado, cuyos grilletes, ondeaban el dardo de la culpa sin redención. Las rejas del recuerdo.
Ella… ¿Era libre…?
Las únicas personas normales son las que no conoces muy bien.
Alfred Adler
